Alex abandona su casa, su mujer, sus hijos y no quiere saber nada del dinero. Suelta a las palomas que tiene en su laboratorio. Con miedo, salen volando de su jaula, otras heridas por los experimentos, decide abandonarlas a su suerte.
Se va con una pequeña maleta y con lo puesto a otro lugar, que aún no sabe. Toda su familia murió hace tiempo. Al nacer su madre, veinte años después su padre y hará un año su hermano.
Ahora no tiene nada, pero nada es todo. Para fortalecerse primero debe hundirse en la nada absoluta y aprender a enfrentarse a su soledad total. Alex ha decidido, ha elegido dejar de vivir para los demás. La bondad y el deber son los barrotes de su prisión. Debe aprender a conocer su propia maldad.
Las primeras paradas de su viaje las dedica a destruir sus enormes castillos de arena que durante tanto tiempo le han dado cobijo, le han dado protección, le han dado ilusiones pero le han estancado en su vida real. Es más dulce, más bonito, más fácil contemplarlos, que salir fuera a construirlos de verdad.
Al hacer una visita a sus castillos e intentar tocarlos por primera vez, se le derrumban, se le desmoronan. Es más, pudo observar como otros construían sus castillos con la misma arena con la que él había formado los suyos. Pero le dio igual, porque él ya no quería esos castillos. Así que más desnudo que nunca, pero más seguro de sí mismo siguió andando por la estación de tren…
Basado en el libro
de Irvin D. Yalom
"El día que Nietzsche lloró"
Qué titulo más bonito para un libro! Me ha gustado el texto... investigaré sobre él.Un saludo.
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